Pero no todo ha sido ruido durante mi última visita. Y eso que, comparada con
Bielefeld,
Berlín es toda una
romería al estilo
kraut más ortodoxo. Parece una ciudad inacabable, que se reproduce con cada paso para que nunca puedas escapar. A ratos, es un prodigio de fealdad racionalista inusitadamente bello; otros, deja ver monumentos que no merecen más que una fotografía al vuelo. Pero siempre sorprende.

Puede pareceros paradójico, pero no hay nada en el
Berlín occidental, limpio e hipertrofiado, que merezca la pena. Resulta que todo (o casi todo) lo interesante cae del lado
rojillo y
postcomunista, donde los bufetes de abogados coexisten pacíficamente con las casas ocupadas y el viejo café de
entreguerras. Hipnótico: un paseo inexorablemente largo por la
Karl Marx Allee. Alucinante: adentrarse en los patios de
Oranien o ir a visitar los restos del muro en
Friedrichschain. Lo mejor: que
aquí hay vida más allá del bullicio
turístico y el ajetreo cotidiano de los berlineses.Incluso hay atrevidos que convierten un simple semáforo en una obra de arte, una bocanada de inspiración, un brote de agua fresca para el caminante cansado que empieza a desesperar ante el tamaño titánico de sus avenidas. ¿Qué no? Mira que sois descreídos, mis agitados terrícolas.
Comprobadlo con vuestros propios ojos. Algo tan humilde, algo tan brillante.