domingo, 8 de febrero de 2009

Solaris

Mañana soleada. El sol ha empezado a cortejar el horizonte justo cuando tomaba mi desayuno , apareciendo como una gran explosión que desbordaba las fronteras de un planeta sombrío y aparentemente aletargado. Normalmente cierro escotillas y despliego paneles de densidad para que la radiación no vuelva loco los instrumentos o fría mi ARN. Pero hoy no. Estos últimos días mi órbita ha estado teñida de una oscuridad casi completa que la vaga luz iridescente de cabina apenas podía traspasar sin parecer un enano flaco enfrentándose a un gigante mutante. Me sentía incapaz de hacer nada más que las rutinarias tareas de mantenimiento. De pronto, me asustaba la posibilidad del descenso, para el que quedan apenas cinco o seis semanas. Por eso, cuando he visto esa luz granulada que barría cada centímetro de esta jaula de titanio y acero, peligrosa y estimulante a un tiempo, he aprovechado una ventana de segundos que me da el lapso de respuesta de la computadora de a bordo para contemplarla de frente. Sin lentes. Sin traje de protección. En cuanto esos rayos, espesos como la mantequilla, me han tocado, he sentido arder la piel. A mi alrededor la temperatura subía y he empezado a sudar, todavía con la taza de café soluble en la mano. Entonces ha sonado una alarma y la nave ha rotado lo suficiente para evitar la fusta de ese sol mortal. De nuevo, todo está lleno de una sombra iluminada suficiente para ver; decepcionante porque no brillan los objetos ni se calientan las entrañas. Y en medio de todo, vuestro cosmonauta parecía una figura sobreexpuesta intentando darle esquinazo al desaliento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

solarizado?