sábado, 19 de abril de 2008

Ceniza y aflicciones

Hay semanas que parecen estar compuestas de siete domingos nublados. Sietes golpes blandos a la voluntad que te dejan noqueado y con sensación de no saber muy bien qué pasa. No insistiré sobre la lluvia ni sobre el viento. Ambos me gustan. Disfruto siguiendo a las gotas en su destacar sobre mis cristales. Es sólo que una extraña complicidad brota entre ellas y yo. Una molicie que llama y empuja y late en el espacio vacío entre lo que sucede hoy y lo que podría suceder mañana. Para colmo, esta ficción que hemos construído y que nos hace creer que podemos pasar intactos por la vida suele revelarse absurda en el momento más inoportuno. Ni la productividad ni el colesterol son tan importantes como nos dicen. Importante es ser el mejor amigo de tu conciencia. Importante es vivir tu vida sin enemistarte con tus principios. Importante, en definitiva, es saber que estás viviendo y no huyendo de algo. Es una lección que aprendo cada vez que empieza el día y que en semanas como ésta olvido justo al acostarme.


Pienso en todo esto ahora que acabo de llegar de ver a mi abuelo. A veces me permito estas cosas: salgo de mi retiro estratosférico y visito a la gente que quiero. ¿Os he hablado antes de él? ¿Del hombre que dormía aovillado en una trinchera en Novgorod, en pleno invierno ruso, o que se recorría andalucía cargado de películas de vaqueros para vendérselas a cines de barrio? Estoy seguro de que si por él fuera estaría aquí conmigo, contemplando la tierra desde fuera, embarcado en alguna aventura nueva. Pero hoy sólo podía balbucear que la sopa estaba sosa en el hospital donde duerme sus días más duros, los de vestir un pijama a la fuerza y necesitar ayuda para tragar. Y todavía mira y sonríe y espera poder salir para hacerle un corte de mangas al dichoso hospital y la urgencia que se cobra el tiempo por hacernos entrar a todos en el redil. Pues eso, que esta semana hay nubes por dentro y por fuera, nubes que descargan un torrente de cenizas muy finas que enturbian los corazones. Nubes que se disiparán algún día. Mientras tanto, miro las manos de mi abuelo sentado solo en la cabina de mandos de mi cápsula y me parece mentira que todavía sean las manos que empuñan el fusil, que me acariciaban el vientre cuando era un niño, que reparten las cartas en los juegos de la tarde de verano, los mismos dedos que sostienen un cigarrillo mientras el hombre ríe y pellizca la mejilla de su nieto. Las mismas manos. Las mismas.

1 comentario:

Manuel G. Mairena dijo...

¡Feliz día del libro! Espero que lo celebres en tu cápsula!