domingo, 22 de febrero de 2009

La normalidad

Después de algunas jornadas de caos interior y turbulencias exteriores parece que un equilibrio ingrávido empieza a restablecerse en la cápsula. Como siempre, cuando las paredes de esta lata parecen convarse bajo la presión he recurrido a las pequeñas tareas de mantenimiento para ensimismarme lo suficiente como para capear el temporal. Otra cosa que he hecho es leer. Aquí el tiempo existe de una manera diferente, claro. Noche y día se confunden y en muchas ocasiones me siento en el catre de mi camarote sin saber muy bien qué hora es. Entonces tomo uno de los libros que traje para el viaje y empiezo a leer hasta que el sueño me derrota. Hoy, después de varias horas de trabajo, me he tumbado con ese propósito. Antes de que me diera cuenta me había quedado dormido con el dichoso libro sobre el pecho: una recopilación de poemas de José Antonio Muñoz Rojas, alguien que no sé qué hará ahora, en la tierra, mientras escribo estas líneas. Puede que se encienda una pipa, o coma un sandwich o bostece como yo. Me da igual. Cuando he despertado el libro estaba abierto por una de sus últimas páginas y justo frente a mis ojos flotaban estas palabras:
No estar aquí
ni en parte alguna
es condición del hombre,
carne propia

Y me he dado cuenta de que no hace falta vagar en órbita para sentir que lo importante está lejos, que somos extraños a nosotros mismos y a la vida que nos rodea... benditos los libros, porque enmedio de mi útero de acero galvanizado son lo único que tiene sentido.

Que descanséis terrícolas

sábado, 14 de febrero de 2009

aurora

Sin embargo, el universo te sorprende cada día con algo nuevo.
Cuando todo parece parte de una monotonía de negrura infinita, sólo atravesada de cuando en cuando por el brillo filiforme de la luz muerta procedente de alguna estrella lejana, de ese vacío surge algo bello. Hoy contemplé esta aurora magnética que, como la flor de un día que crece tras una lluvia ocasional en el desierto, apenás duró lo justo para embaucarme con su belleza. Conseguí tomar una breve instantánea de colores desvaídos que parecen jugar a resbalar sobre el casco de la nave.

Espero que su contemplación os sea tan placentera como a mí, a vosotros que siempre tenéis algo más importante qué hacer.

domingo, 8 de febrero de 2009

Solaris

Mañana soleada. El sol ha empezado a cortejar el horizonte justo cuando tomaba mi desayuno , apareciendo como una gran explosión que desbordaba las fronteras de un planeta sombrío y aparentemente aletargado. Normalmente cierro escotillas y despliego paneles de densidad para que la radiación no vuelva loco los instrumentos o fría mi ARN. Pero hoy no. Estos últimos días mi órbita ha estado teñida de una oscuridad casi completa que la vaga luz iridescente de cabina apenas podía traspasar sin parecer un enano flaco enfrentándose a un gigante mutante. Me sentía incapaz de hacer nada más que las rutinarias tareas de mantenimiento. De pronto, me asustaba la posibilidad del descenso, para el que quedan apenas cinco o seis semanas. Por eso, cuando he visto esa luz granulada que barría cada centímetro de esta jaula de titanio y acero, peligrosa y estimulante a un tiempo, he aprovechado una ventana de segundos que me da el lapso de respuesta de la computadora de a bordo para contemplarla de frente. Sin lentes. Sin traje de protección. En cuanto esos rayos, espesos como la mantequilla, me han tocado, he sentido arder la piel. A mi alrededor la temperatura subía y he empezado a sudar, todavía con la taza de café soluble en la mano. Entonces ha sonado una alarma y la nave ha rotado lo suficiente para evitar la fusta de ese sol mortal. De nuevo, todo está lleno de una sombra iluminada suficiente para ver; decepcionante porque no brillan los objetos ni se calientan las entrañas. Y en medio de todo, vuestro cosmonauta parecía una figura sobreexpuesta intentando darle esquinazo al desaliento.